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¿La “memoria residual” del país?

A propósito de la presentación del libro "Entre el estigma y el silencio".

Publicado: 2015-05-13


                                                                                                 Ivan Ramírez Zapata                                                                                                    Antropólogo - UNMSM

A fines del año pasado, el Instituto de Democracia y Derechos Humanos (IDEHPUCP) de la Católica publicó Entre el estigma y el silencio: Memoria de la violencia entre estudiantes de la UNMSM y la UNSCH (puede leerse completo en este enlace). La tesis central de este trabajo es que la representación del periodo de conflicto armado interno (1980-2000) entre los estudiantes de las universidades San Marcos y San Cristóbal de Huamanga es fundamentalmente acrítica. Si bien los autores reconocen que los estudiantes pueden tener conocimientos básicos sobre el tema, señalan que el nivel de reflexión sobre este es poco profundo. 

Considero que los argumentos que ofrece el libro no respaldan de forma suficiente la tesis que presenta, pero no es eso lo que quiero comentar aquí. Lo que me interesa resaltar, más bien, es un segmento de la presentación del texto. En esta, luego de resumir el contenido del libro, el sociólogo Félix Reátegui expresa su preocupación por:

el tipo de identidades ciudadanas que se está incubando en las universidades públicas. La pregunta subyacente puede ser: ¿es que esta memoria mecánica y residual que prevalece en el país, una memoria no sometida a revisión fáctica ni tamizada por una reflexión ética, conspira contra la realización intelectual y profesional de los estudiantes? (p. 17) 

Al igual que él, yo también deseo que nuestra reflexión sobre la historia reciente esté basada en información verificada sobre el periodo y apoyada en consideraciones éticas. Pero esta “memoria modelo” -por llamarla así- ¿existe en algún lado?, ¿quiénes serían sus representantes: alguna agencia del Estado, un partido político, un colectivo ciudadano, alguna ONG de derechos humanos, un instituto de investigación académica, un grupo de intelectuales? No parece que lo hubiera. Más aún, ¿es bajo las características de esta “memoria modelo” que en el país se discute algún otro evento del pasado? No lo creo. Si esto es así, ¿respecto de qué es “residual” la memoria del país?

Podría argumentarse que si bien esta forma de conocer el pasado no existe como práctica generalizada, existe como un ideal ante el cual comparar qué tan precisos, responsables y sinceros son nuestros discursos sobre el asunto. Esto es razonable pero no termina de satisfacerme. Porque, así como está dicho, no queda claro si se está hablando sobre el contenido de esta memoria o sobre una actitud ante la historia. Si se tratase de lo primero, parece que lo que se estuviera echando en falta es la existencia de una narrativa sobre el conflicto a la cual el conjunto del país se adhiera al menos en sus puntos más básicos. Si fuese este el caso, estoy en desacuerdo: la complejidad misma de la historia reciente reclama más la necesidad de confrontar narrativas más que la de establecer una narrativa particular .

Ahora bien, si lo que Reátegui pide es una actitud ante la historia, entonces hablamos de otra cosa. No se trataría ya de construir o posicionar una narrativa sobre el conflicto, sino de evaluar críticamente las que existen y generar ideas propias, teniendo siempre presente la importancia de hablar sobre la base de hechos conocidos y siendo conscientes de las consecuencias de lo que decimos.

Sin embargo, luego de leer la investigación, mi sensación es que Reátegui reclama lo primero. En el libro, los autores señalan de forma constante que los discursos de los estudiantes acerca del conflicto son superficiales, asistemáticos y desarticulados. Creo, sin embargo, que en las citas mismas que ofrecen hay elementos para cuestionar dichas afirmaciones. Por ejemplo, uno leee que los estudiantes de San Marcos identifican al centralismo histórico y las desigualdades sociales como algunas causas del conflicto. Además, tienen una postura crítica muy clara hacia lo que fue el periodo de intervención militar y administrativa de la universidad. Por su parte, los estudiantes de la UNSCH, también identifican las desigualdades como una de las causas del conflicto y tienen muy claro el daño que la presencia de Sendero le hizo al prestigio de su universidad; saben también que fue aquí que Sendero nació. Para ambas universidades, los estudiantes declaran haber leído una serie de textos que han alimentado sus conocimientos sobre el conflicto armado. Y, a su vez, las citas del libro muestran que estos mismos estudiantes no muestran la misma firmeza al momento de condenar ciertos crímenes o no siempre tienen claro qué responsabilidades adjudicar a cada actor del conflicto.

¿No tener una lectura global totalmente sólida del periodo es igual a superficialidad y acriticismo? Si esto ya de por sí es difícil para académicos e intelectuales enterados y comprometidos, ¿por qué pedírselo a estudiantes que están en proceso de formación? ¿Y por qué pedirle al resto del país que llegue a un nivel de reflexión que más bien parece propio de especialistas?

Creo que la preocupación de Félix Reátegui es importante pero pierde el punto: más que pedir a los jóvenes o a la sociedad que recuerden la historia reciente bajo unos criterios algo gaseosos, un discurso crítico sobre el conflicto armado debería partir por reconocer la insuficiencia de nuestra imaginación para comprender cómo en contextos de violencia, sospecha, desconfianza, y miedo, se ve afectada nuestra capacidad para tomar decisiones razonadas. Y si bien comprender las motivaciones de una acción no debe inhibir nuestra capacidad de emitir un juicio moral, una actitud comprensiva deja abierta la posibilidad de cuestionar los parámetros con los que nosotros mismos comprendemos un periodo de conflicto y sus implicancias para el cuerpo social.

Luego de leer la presentación y el estudio propiamente dicho, parece que el libro tuviera tras de sí una premisa según la cual el conocimiento sobre el mundo que tiene el intelectual le permite estar moralmente por encima de los demás. Dudo que esto sea así (allí están Fernando de Trazegnies y Pablo Macera), pero quizás haya una correlación entre ambas cosas. No lo sé. En todo caso, creo que el ejercicio del pensamiento debe dotarnos también de la capacidad de comprender cómo los demás van formando sus discursos sobre el pasado, de preguntarnos cómo estos discursos podrían cuestionar los nuestros, y de observar esto con detenimiento antes de calificarlos como superficiales.




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