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Problematizando el Estado y la legitimidad de la violencia estatal

Un resumen de las principales ideas discutidas en las dos primeras sesiones del taller "Memoria: ni moda ni adorno" organizado por el Taller de Estudios de Memoria

Publicado: 2015-11-17

                                                                                             Ivan Ramírez Zapata                                                                                                    Antropólogo - UNMSM

En este artículo repasaremos algunas de las principales ideas de las dos primeras sesiones del taller “Memoria: ni moda ni adorno”, que el Taller de Estudios sobre Memoria está llevando a cabo desde el mes pasado en la Facultad de Ciencias Sociales de la UNMSM. 

El título de este post es también el tema de dichas sesiones. Concretamente, ¿por qué se quiere discutir la legitimidad o no de la violencia estatal? Tanto ayer como hoy, diversas situaciones de tensión, conflicto o crisis son resueltas por medio de una serie de mecanismos entre los que se encuentra el uso de las fuerzas estatales de seguridad, con el consecuente saldo de muertes, lesiones, mutilaciones y otras formas de daño. Dado que el uso de la violencia atenta contra la vida de los ciudadanos, es una alternativa a la que solo se puede recurrir cuando todas las demás se han agotado, y debe contar con una justificación legítima y procedimientos muy refinados de actuación. Esto, porque lo que están en juego cuando el Estado usa la fuerza está en el centro teórico de sus preocupaciones: los derechos básicos a la vida e integridad de la gente. Más aún los efectos de la violencia no se limitan al daño directo que causa en un momento determinado, sino que puede dejar una serie de secuelas de largo aliento, como lo atestiguan diversas comisiones de la verdad en el mundo para casos de conflicto armado interno o dictaduras.

Las lecturas centrales de esta unidad corresponden a un segmento del libro Estado de excepción. Homo sacer II (Agamben, 2005) y a una parte del texto En honor a la verdad. Versión del Ejército sobre su participación en la defensa del sistema democrático contra las organizaciones terroristas (Ejército del Perú, 2012). La primera lectura es la que discute de forma más frontal el asunto de la legitimidad del Estado, enfocándose en un dispositivo –que no es ni estrictamente jurídico ni solamente político- que con el paso de los años ha ido siendo usado por diversos aparatos estatales con más recurrencia hasta convertirse en una de las técnicas hegemónicas de gobierno, a saber, el estado de excepción, definido como la suspensión del orden jurídico y las libertades ciudadanas. Este lleva consigo una contradicción intrínseca, en tanto que suspende la ley para garantizar su imperio cuando las situaciones críticas logren “normalizarse”. La lectura muestra extensamente la evolución de este dispositivo los debates surgidos alrededor de este, y afirma que este se aplica sobre la base de determinado “estado de necesidad” que aparece como su justificación, no obstante lo complicado de definirla también. La indefinición en torno a lo que constituye la “necesidad” y la dificultad para asir el lugar que ocupa el “estado de excepción” dentro del ordenamiento jurídico-político preocupan a Agambem, en tanto que habrían permitido el surgimiento de una forma moderna de totalitarismo, es decir, “la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no solo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”.

Desde este punto de vista, el estado de excepción (que en el Perú lo conocemos a través de las declaratorias de Estado de emergencia) permite hacer un uso perverso de la violencia estatal, en tanto que pasa de ser una medida de defensa a ser un instrumento de represión pasible de usarse con gran discrecionalidad sin que la legitimidad de estos medios se vean necesariamente mellados (es perfectamente que una buena parte de la población vea con buenos ojos el que el Estado recurra con frecuencia a la fuerza armada, aún si lo hace abusivamente). En este, quizás hablar de “ciudadanos no integrables en el sistema político”(1)  resulta clave. Piénsese en la segunda lectura central de esta unidad. Uno de los aspectos llamativos del lenguaje del libro en Honor a la verdad es la manera tan categórica con la que asigna calificativos a la población. En la página 329 se afirma:

El Ejército del Perú participó en el proceso de pacificación nacional dentro de un marco absolutamente legal, ordenado por los sucesivos gobiernos que fueron sucediéndose por la vía democrática y cumpliendo los mandatos establecidos en la Constitución Política y leyes del Estado. La pacificación en el campo militar fue un proceso dinámico, permanente y exigido desde sus inicios e involucró a jefes, oficiales, técnicos, suboficiales, clases, soldados y empleados civiles del Ejército, de la Marina de Guerra, Fuerza Aérea, Policía Nacional, de los comités de autodefensa y de la población en general, quienes pudieron articular esfuerzos para enfrentar a un enemigo en común. No fue una guerra entre dos grupos opuestos, de ideologías distintas. Fue una guerra de la sociedad peruana contra las organizaciones terroristas.
Debemos entender que la guerra contra las organizaciones terroristas Sendero Luminoso y Movimiento Revolucionario Túpac Amaru fue un triunfo de las Fuerzas Armadas, en conjunto con todos los peruanos que se precien de serlo (…). 

Claramente, se trata de una argumentación que parte de premisas distintas a las del primer texto. Lo que aquí se entiende como “marco absolutamente legal” y “leyes del Estado” sería para Agamben una muestra clara de cómo el estado de excepción puede justificarse a sí mismo. Asimismo, plantear el conflicto como un encuentro entre “la sociedad peruana” o “peruanos que se precien de serlo” y “organizaciones terroristas” sería para Agamben una forma conveniente de simplificar a la variedad de filiaciones y preferencias políticas existentes dentro de un país.

Pero si vamos a poner en cuestión los discursos institucionales sobre la violencia estatal, hay que intentar también echar duda sobre los discursos no institucionales al respecto. De hecho, hay algunas preguntas que podemos hacernos llegados a este punto: ¿el que no podamos definir la “necesidad” implica que esta no exista? Es cierto, los militares acostumbran recurrir a ella para justificar violaciones a los derechos humanos, como lo muestra la lectura de Marchesi, pero también parece razonable pensar que estas justificaciones no están motivadas solo por el interés personal de buscar impunidad, sino que en efecto así lo crean quienes argumentan así, más aún cuando es cierto que son quienes han vivido directamente los rigores de la guerra. Peor aun, como lo dice el texto de M. Walzer, cuando se trata de soldados que no eligieron serlo, como muchos miembros de tropa en el Perú, que fueron objeto de leva y puestos luego a combatir, y el problema que surge en señalar sus responsabilidades si bien argüirse, después de todo, que se trata de “un súbdito obediente y un ciudadano leal que actúa, a veces con un gran riesgo personal, de un modo que considera correcto”. Algo similar argumentó el abogado de Telmo Hurtado en el juicio por el caso Accomarca que revisamos durante el taller, y en el que se pregunta por qué la justicia cae solo sobre subordinado y no, en palabras de Walzer, “sobre la cabeza del rey por ser una cuestión de política de Estado, no un acto de voluntad individual…” (p. 75).

Por otro lado, puede parecer un exceso hablar de “totalitarismo moderno” si consideramos que, a la par que se ha hecho más recurrentes los estados de excepción, se han ido también perfeccionando a nivel internacional los mecanismos para enjuiciar a criminales de guerra, dictadores y genocidas, si bien palidecerán siempre ante el horror que suponen miles y miles de cuerpos dañados o sin vida.

Para sumar una posición más, Peter Singer admite la existencia de situaciones en las que es razonable que actores tanto estatales como no estatales hagan uso de la violencia. Su enfoque, más bien, parte de preguntarse bajo qué circunstancias es esta la decisión ética más eficiente, encontrando que la respuesta solo puede hallarse cuando nos preguntamos por la pertinencia de los medios que usamos respecto de los fines que queremos alcanzar. Asimismo, si En honor a la verdad plantea el respeto a la ley como el marco que legitima las acciones del Ejército durante el conflicto, Singer plantea la tensión entre la ley y la reflexión que conduce a la desobediencia civil, entendiéndola como una actitud verdaderamente democrática. Más allá de discutir qué tan certeras o no son las reflexiones de este autor, es interesante como su discurrir nos va mostrando diferentes posibilidades de ejercer una actitud política opuesta al poder que no recurra al terrorismo o a medidas de fuerza que lleven a sacrificar a un conjunto de personas en el camino sin que necesariamente compartan nuestras convicciones. En buena cuenta, entre la desobediencia civil y el terrorismo hay una serie de situaciones intermedias que pueden ser más o menos responsables moralmente, pero en las que difícilmente nos detenemos a pensar cuando juzgamos el comportamiento de las personas en situaciones críticas.

En resumen, en estas dos sesiones hemos visto varias entradas para pensar periodos de violencia como el que vivió el país en el periodo 1980-2000, posiciones que nos sirven para seguir pensando al respecto, y que permiten formular preguntas. Desde el punto de vista de la evolución del pensamiento político se afirma que uno de los pilares de la violencia estatal tiene un fundamento cuyo sustento teórico es inexistente, y que permite abusar de diversos sectores de la población. Desde el punto de vista de los actores estatales que protagonizaron directamente la guerra, el contar con privilegios excepcionales para actuar puede verse como medidas indispensables para acabar con un peligro real y que se manifiesta de forma concreta constantemente. Estos mismos agentes pueden expresar una relación tensa con el Estado, en tanto que defienden a una institución que, sin embargo, en muchos casos no cortó su libertad al enrolarlos de forma forzada a las instituciones armadas. Desde un punto de vista utilitarista, las alternativas existentes a la violencia subversiva pueden ser lo suficientemente amplias como para condenar a quienes opten por esta, pero desde esta mirada puede cuestionarse también el terrorismo de Estado y los discursos a los que recurren los agentes militares cuando se les pregunta por sus crímenes.

Por supuesto, varias otras cosas pueden decirse y muchas otras lecturas consultarse. Para finalizar, si en las dos sesiones de la unidad 1 se ha discutido acerca de la legitimidad de la violencia, en la unidad 2 se discutirá sobre la naturaleza de la guerra civil y los sentidos en conflicto que surgen en su posterior procesamiento; por su parte, en la unidad 3 problematizaremos la legitimidad mayor o menor de las voces de los distintos actores que se han visto afectados por el conflicto armado.

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(1) Eduardo González, en una lectura correspondiente a una de las sesiones por venir, lo dice así: “La sistemática supresión de las narrativas que no calzan genera una lista creciente de versiones sumergidas: sub-versiones, en el mejor sentido de la palabra. Entre esas sub-versiones, algunas de las más intratables incluyen los crímenes cometidos por los vencedores, incluyendo la innegable evidencia de matanza de poblaciones civiles, la victimización de los vencidos a través de la tortura o la ejecución arbitraria y el rol incómodo de quienes no calzan fácilmente en las dicotomías de la versión dominante: las autodefensas campesinas, los niños soldados, los familiares de senderistas o emerretistas.”



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